sábado, julio 15, 2006

Relaciones malditas: cuando los "malvados" abusan de los "ingenuos"

Como bien pueden ver en mi otro blog: "La Rosa al desprenderse de su tallo", estoy leyendo "Los Cantos de Maldoror" de Isidore Ducasse, alias el Conde de Lautréamont.

Isidoro Ducasse nace en Montevideo el 4 de abril de 1846. En 1867 fija su residencia en París. En 1869, Ducasse edita la versión completa de sus Cantos de Maldoror, firmada bajo el pseudónimo de Con­de de Lautréamont, que se convertirá en su verda­dero nombre literario. El 24 de noviembre de 1870 muere Ducasse/Lautréamont en Montmartre, París. En 1874, reaparece en Bruselas la edición -no distribuida hasta entonces, posiblemente por razones de cen­sura- de 1869.

Copio aquí unos fragmentos de “Los Cantos de Maldoror” que me han impactado porque presiento que han sido escritos merced a una sensibilidad especial, difícil de encontrar en el común de los hombres. También me resulta interesante el estilo de escritura de Issidore Ducasse. Las intenciones del muchacho Mervin son, especialmente, profundas e inocentes mientras que las del Conde de Lautréamont poseen ese don particular al que se ven sometidos los denominados “poetas malditos”.


“…Pero si uno se acerca más, de manera que no atraiga sobre sí la atención de ese transeúnte, percibe, con agrada­ble sorpresa, que es joven. Desde lejos, en efecto, se le hubiera tomado por un hombre maduro. La suma de los días no cuenta cuando se trata de apreciar la ca­pacidad intelectual de un rostro serio. Yo sé leer la edad en las lineas fisionómicas de la frente: ¡tiene dieci­séis años y cuatro meses! Es bello como la retractili­dad de las garras de las aves rapaces, o también, como la incertidumbre de los movimientos musculares en las llagas de las partes blandas de la región cervical poste­rior…”

“Mervyn, ese hijo de la rubia Inglaterra, acaba de tomar en casa de su profesor una lección de esgri­ma, y, envuelto en su tartán escocés, regresa a casa de sus padres. Son las ocho y media y espera llegar a su casa a las nueve: por su parte, es una gran presunción fingir estar seguro de conocer el porvenir. ¿Qué obs­táculo imprevisto puede dificultarle su camino? Y esa circunstancia, ¿sería tan poco frecuente que debiera considerarla como una excepción? ¿Por qué no consi­dera mejor, como un hecho anormal, la posibilidad que ha tenido hasta ahora de sentirse desprovisto de inquie­tud y, por así decirlo, dichoso? ¿Con qué derecho, en efecto, pretende llegar indemne a su morada, cuando alguien lo espía y le sigue de cerca como a su futura presa? (Sería conocer muy poco la profesión de escritor de sensaciones…)”.

“En cuanto Maldoror se acerca a Mervyn, para grabar en su memoria los ras­gos de ese adolescente, él, con el cuerpo echado hacia atrás, retrocede sobre sí, como el boomerang de Aus­tralia, en el segundo período de su trayecto o más bien, como una máquina infernal. Está indeciso sobre lo que debe hacer. Pero su conciencia no sufre ninguno de los síntomas de una emoción embriogénica, como equivo­cadamente pudierais suponer. Le vi alejarse un instante en dirección opuesta; ¿estaba abrumado por el remor­dimiento? Pero regresó con renovada crueldad. Mervyn no sabe por qué sus arterias temporales laten con fuer­za, y apresura el paso, atormentado por un terror cu­ya causa vosotros y él buscáis en vano. Es preciso te­nerle en cuenta por su aplicación en descubrir el enig­ma. ¿Por qué no se vuelve? Lo comprendería todo. Pe­ro ¿se piensa nunca en los medios más simples para ha­cer que cese un estado de alarma?”

“Mervyn complica todavía más el peligro por su propia ignorancia. Tiene como unos destellos, excesivamente raros, es cierto, pero no me detendré a demostrar la vaguedad que los recubre, aunque le es imposible adivinar la realidad. No es pro­feta, no digo lo contrario, y no se reconoce la facultad de serlo”.

“…Lo ha visto entrar en un am­plio salón del piso bajo, de paredes de ágata. El hijo de familia se arroja en un sofá, y la emoción le impide hablar…”

“…Se aleja son sigilo: «Me tomó por un mal­hechor, exclama, es un imbécil. Quisiera encontrar a un hombre exento de la acusación que el enfermo arro­jó sobre mí. No le arranqué un trozo de su jubón, co­mo ha dicho. Simple alucinación hipnagógica causada por el terror. Mi intención no era apoderarme hoy de él, pues tengo ulteriores proyectos sobre ese adolescente tímido». Dirigios al lugar donde se halla el lago de los cisnes, y os diré más tarde por qué hay uno completa­mente negro entre el grupo, cuyo cuerpo, sosteniendo un yunque, sobre el que hay el cadáver en putrefac­ción de un cangrejo ermitaño, inspira, con todo dere­cho, desconfianza a los otros camaradas acuáticos…”

“... Mervyn está en su habitación; ha recibido una car­ta. ¿Quién le escribe una carta? Su inquietud le ha im­pedido dar las gracias al agente postal. El sobre tiene los bordes en negro, y las palabras han sido escritas de manera apresurada…”

“…Preso de esa trampa, la curiosidad de Mervyn crece y abre el trozo de papel preparado. Hasta ese mo­mento sólo había visto su propia escritura. «Mucha­cho, me intereso por usted, quiero hacer su felicidad. Le tomaré como compañero y realizaremos largas peregrinaciones a las islas de Oceanía. Mervyn, sabes que te amo y no tengo necesidad de probártelo. Me conce­derás tu amistad, estoy persuadido de ello. Cuando me conozcas más, no te arrepentirás de la confianza que me hayas testimoniado. Yo te preservaré de los peli­gros a que te lleve tu inexperiencia. Seré para ti un her­mano y no te faltarán los buenos consejos. Para más largas explicaciones, hállate pasado mañana por la ma­ñana, a las cinco, en el puente del Carrusel. Si no hu­biera llegado yo, espérame, aunque espero llegar a la hora exacta. Haz tú lo mismo. Un inglés no perderá fácilmente la ocasión de ver claro en sus asuntos. Mu­chacho, te saludo, y hasta pronto. No enseñes esta carta a nadie». -«Tres estrellas en vez de firma», exclama Mervyn, «y una mancha de sangre en la parte inferior de la hoja». Abundantes lágrimas corren sobre las cu­riosas frases que sus ojos han devorado y abren a su espíritu el campo ilimitado de los horizontes inciertos y nuevos. Le parece (sólo después de acabar la lectu­ra) que su padre es un tanto severo y su madre dema­siado majestuosa. Posee razones que no han llegado a mi conocimiento y, por lo tanto, no os podré trans­mitir, para insinuar que tampoco está de acuerdo con sus hermanos. Esconde la carta en su pecho. Sus pro­fesores observaron que ese día no parecía el mismo: sus ojos estaban desmesuradamente ensombrecidos, y el velo de la reflexión excesiva había descendido sobre la región peri orbitaria. Cada una de los profesores en­rojeció, por miedo a no encontrarse a la altura intelec­tual de su alumno, y, sin embargo, éste, por primera vez, descuidó sus deberes y no trabajó”.

“…Mervyn admira las fuentes repletas de viandas suculentas y las frutas aromáticas, pero no come… Apoya su codo en la mesa y queda absorto en sus pensamiento, como un sonámbulo.”

“Mervyn cierra la puerta de su cuarto con doble vuelta de llave y su mano res­bala rápidamente sobre el papel: «He recibido su car­ta a mediodía y espero me perdone si le he hecho espe­rar la respuesta. No tengo el honor de conocerle per­sonalmente y no sabia si debía escribirle. Pero como la descortesía no se aloja en esta casa, he resuelta to­mar la pluma para agradecerle calurosamente el inte­rés que se toma por un desconocido. Dios me guarde de no mostrar reconocimiento por la simpatía con que me colma. Conozco mis imperfecciones y eso no me hace ser más orgulloso. Pero si es conveniente aceptar la amistad de una persona mayor, también lo es ha­cerle comprender que nuestros caracteres no son igua­les. En efecto, usted parece ser de más edad que yo, puesto que me llama muchacho, pero aun así conser­vo dudas sobre su verdadera edad. Entonces ¿cómo conciliar la frialdad de sus silogismos con la pasión que de ellos se desprende? Es cierto que no abandonaré el lugar que me ha visto nacer para acompañarle por co­marcas lejanas; eso sería posible a condición de pedirle antes a los autores de mis días un permiso impacien­temente esperado. Pero como me ha ordenado que guarde secreto (en el sentido elevado al cubo de la pa­labra) sobre este asunto espiritualmente tenebroso, me apresuraré a obedecer su incontestable prudencia. Por lo que parece, no afrontaría con placer la claridad de la luz. Puesto que da a entender su deseo de que yo tenga confianza en su persona (deseo que no está fue­ra de lugar, me agrada confesarlo), le ruego que tenga la bondad de testimoniar, por lo que me toca, una con­fianza análoga, y de no tener la pretensión de creer que estoy tan alejado de su opinión como que para que pasa­do mañana por la mañana, a la hora indicada, no acuda puntualmente a la cita. Saltaré el muro que rodea el parque, pues la verja estará cerrada, y nadie será testi­go de mi partida. Para hablar con franqueza, qué no haría yo por usted, cuyo inexplicable afecto ha sabido en seguida revelarse ante mis deslumbrados ojos, so­bre todo asombrados de tal prueba de bondad, la cual estoy seguro nunca habría esperado. Porque no le co­nocía. Ahora le conozco. No olvide la promesa que me ha hecho de pasear por el puente del Carrusel. En el caso de que yo pase por allí, tengo la absoluta certeza de que le encontraré y le estrecharé la mano, con tal de que esa inocente manifestación de un adolescente que todavía ayer se inclinaba ante el altar del pudor no le ofenda con su respetuosa familiaridad. Por otra parte, ¿no es confesable la familiaridad en el caso de una fuerte y ardiente intimidad, cuando el extravío es serio y convicto? ¿Y qué mal existiría después de to­do, se lo pregunto, en que le diga adiós de paso, cuan­do pasado mañana, llueva o no, hayan dado las cin­co? Apreciará, gentleman, el tacto con que he conce­bido mi carta, pues no me permito, en una simple ho­ja, apta para perderse, decirle algo más. Su dirección al final de la página es un jeroglífico. He necesitado casi un cuarto de hora para descifrarlo. Creo que ha hecho bien en trazar las palabras de una manera mi­croscópica. Me dispenso de firmar, y en esto le imito: vivimos en un tiempo demasiado excéntrico como pa­ra asombrarse un instante de lo que podría ocurrir. Se­ría curioso saber cómo ha averiguado el lugar en don­de mora mi glacial inmovilidad, rodeada de una larga hilera de salas desiertas, inmundos osarios de mis ho­ras de hastío. ¿Cómo lo diría? Cuando pienso en us­ted, mi pecho se agita, resonante como el derrumbamiento de un imperio en decadencia, pues la sombra de su amor acusa una sonrisa que tal vez no exista: ¡es una sombra tan vaga y mueve sus escamas tan tortuo­samente! En sus manos dejo mis impetuosos sentimien­tos, piezas de mármol completamente nuevas, y vírge­nes aún de todo contacto mortal. Tengamos paciencia hasta los primeros fulgores del crepúsculo matinal, y, en espera del momento que me arrojará en el entrete­jido horroroso de sus brazos pestíferos, me inclino hu­mildemente ante sus rodillas, que abrazo». Después de haber escrito esta carta culpable, Mervyn la lleva al co­rreo y vuelve a meterse en la cama”.

El corsario de cabellos de oro recibió la respuesta de Mervyn. Sigue en esta página singular el rastro de las inquietudes intelectuales de quien la escribió, abando­nado a las débiles fuerzas de su propia sugestión. Hu­biera sido mejor consultar con sus padres, antes de res­ponder a la amistad del desconocido. No le reportará ningún beneficio mezclarse, como principal actor, en esa equívoca intriga. Pero, en fin, él lo ha querido. A la hora indicada, Mervyn, desde la puerta de su casa, se fue derecho, siguiendo el bulevar Sebastopol, hasta la fuente de Saint-Michel. Tomó el muelle de los Grands-Augustins y atravesó el muelle Conti; en el ins­tante en que pasaba por el muelle Malaquais, vio ca­minar por el muelle del Louvre, paralelamente a su pro­pia dirección, a un individuo que llevaba un saco bajo el brazo y que parecía mirarlo con atención. Las bru­mas de la mañana se habían disipado. Los dos cami­nantes desembocaron al mismo tiempo a cada lado del puente del Carrusel. ¡Aunque no se habían visto nun­ca se reconocieron! En verdad, era emocionante ver a esos dos seres, separados por la edad, aproximar' sus almas por la grandeza de sus sentimientos. Al menos esa hubiera sido la opinión de los que se hubieran de­tenido ante ese espectáculo, que más de uno, incluso con un espíritu matemático, habría encontrado conmo­vedor. Mervyn, con el rostro lleno de lágrimas, pensó que había encontrado, por así decir, al comienzo de su vida, un precioso sostén para las futuras adversida­des. Estad persuadidos de que el otro no decía nada. He aquí lo que hizo: desplegó el saco que llevaba, en­sanchó la abertura, y, cogiendo al adolescente por la cabeza, hizo pasar el cuerpo entero dentro de la envol­tura de tela. Anudó con su pañuelo el extremo que ser­vía de entrada. Como Mervyn lanzara agudos gritos, alzó el saco como si fuera un paquete de ropa blanca y lo golpeó varias veces contra el pretil del puente. En­tonces, el paciente, tras haber percibido el crujido de sus huesos, se calló. ¡Escena única, que ningún nove­lista volverá a encontrar!


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3 Comentarios:

Anonymous Anónimo dijo...

La Otra Frontera: ¿Qué ser humano no tiene una parte "oscura"? El que no lo vea así que tire la primera piedra ;)
Los Cantos de Maldoror no lo había leído antes y me está gustando mucho, mucho. No podía dejar de leerlo ya que tuvo mucha influencia en Alejandra Pizarnik. No lo había pensado como un manual de liberación, pero podría ser....
Ignoraba lo de Dalí. ¿Hay algún sitio en internet donde pueda verse eso? Beso.

22 de julio de 2006, 7:12 p. m.  
Blogger Vico dijo...

ahhhhhhhhhhhhhhh
me haz alegrado la noche!!
que lindo regalo me hiciste!!
Este es uno de mis poetas preferidos desde que lo descubri no lo suelto! casualmente en este momento leo un estudio sobre cuatro de los poetas malditos...
a mi la oscuridad en la literatura me llena de luz!
lei de cabo a rabo el post...gracias!!! ahora me voy feliz pa mi casita...a seguir mi librito y para leer un poco mas de oscuridad: el LATime de hoy.

29 de julio de 2006, 3:35 a. m.  
Anonymous Anónimo dijo...

Charruita Me alegra inmensamente que te haya hecho sentir tan bien mi post de Lautréamont. Parece que somos varias/os los seguidores/as de los poetas malditos. ¿Por qué será que ejercen ese gusto en nosotros? ¿Será que todas las almas humanas tienen esa zona oscura? Ya hablaré de eso en algún post.
Me alegra haberte llenado de luz. Yo no lo conocía, llegué a leerlo porque era un referente importante para Alejandra Pizarnik y quise ver qué decia. Me encantó.
Adelante con la oscuridad si eso te ilumina. Un besazo!

30 de julio de 2006, 1:31 p. m.  

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